Y SIN EMBARGO ¡TE ECHARÉ DE MENOS!

Hola, soy yo, y aquí me tienes, sintiendo una tristeza tan grande que no quepo en mí de júbilo.

No, no me he vuelto bipolar, ni más loca de lo ya sabido y resabido. Es sólo que te vas lejos y me apena tremendamente tener que prescindir de nuestros cafés, nuestras comidas, nuestras copas, nuestras pelis, nuestras horas y horas de charlas profundas y divertidas. En realidad no han sido tantas, comparadas con toda una vida, pero suficientes para hacerme comprender que unos cuantos kilómetros y un mar de por medio no van a conseguir que te olvide; es más, no serán capaces de cambiar nada en absoluto, nada más que lo meramente físico, y ¡bah!, ¿a quien le importa eso?

Admito que me sorprendí al no derramar una sola lágrima, pero luego, haciendo memoria, recordé que tampoco lo hice cuando padres y hermanos se mudaron a ciudades lejanas. Parece que has entrado a formar parte de la familia, esa que está presente en alma aunque su cuerpo beba de otras aguas. De la misma forma que ocurre con ellos, tus alegrías son las mías y es por eso que mis penas se evaporan, me siento dichosa en mi tristeza y sólo puedo decir: «¡A por todas, valiente!»

Hace un año, ¡un año ya!, estábamos desayunando juntas, como cualquier otro día, en la cafetería de la oficina, soñando despiertas -aunque aún algo ojerosas- acerca de nuestro trabajo ideal, nuestro entorno ideal, nuestra vida ideal. Minutos después nos despedíamos hasta la hora de comer y emprendíamos camino, montadas en un ascensor inteligentísimo, hacia nuestras mesas bien puestas en distintas plantas de aquella enorme oficina llena de gente, de ordenadores, de moqueta, de ventanas cerradas, de papeles y teléfonos. Apenas un año atrás ¡y cómo han cambiado las cosas! Quien nos iba a decir, sentadas en esos taburetes y bebiendo café en vaso de cartón, que un año después estaríamos las dos un paso más cerca de aquellos deseos.

¡Qué bueno que te cruzaras en mi vida! Te lo he dicho un millón de veces y sé que suena a telenovela barata, pero el primer día que te vi, sentada en medio del mayor gallinero con el que jamás me había topado, supe que eras especial, y que si de todas esas charlatanas había una que iba a permanecer a mi lado, esa eras tú.

Pero mis líneas de hoy van más allá de una despedida, un agradecimiento o un deseo de que en adelante seas feliz -de eso no me cabe la menor duda-. La lectura que hacía ayer al atardecer, sentada en la terraza con la mirada fija en las nubes, trataba de la empatía, en su mayor parte. Por momentos se me cerraban los párpados y pensaba en lo mucho que puede aprender una persona sólo con escuchar a otra -pero escucharla de verdad, en silencio y con los cinco sentidos despiertos-. Momentos después mis pupilas volvían a posarse en el cada vez más oscurecido cielo y analizaba mentalmente a los individuos que me rodean diariamente; estudiaba sus movimientos, sus gestos, su forma de hablar, sus historias, las cosas buenas que hacen, y también las malas. Y entonces me acordé de un dicho gaditano, o al menos yo sólo lo he oído en bocas gaditas, que me encanta desde la primera vez que lo oí: «Cauno tiene sus caunás» (léase con el acento correspondiente). Y esto quiere decir que cada uno es como es, vaya, y es como es por un millón de causas y circunstancias. A veces es difícil comprender, entonces es cuando debemos hacer acopio de respeto y no pretender que los demás piensen como nosotros, actúen como nosotros, entiendan como nosotros.

Hakuna Matata, que cantaban unos dibus para expresar exactamente lo mismo. O como también apuntaba el centenario Allan Karlsson después de haber saltado por la ventana, «hay que pensar en positvo»; a él le fue bastante bien.

Y esta reflexión, querida amiga, aunque ya venía yo rumiándola desde hacía tiempo, ha empezado a tener un sentido firme gracias a ti. Porque a pesar de todo, nunca has dejado atrás tu alegría y tu empatía, al contrario, tu luz cada día brilla con más intensidad. Déjate querer por aquellos que te esperan con los brazos abiertos y abre bien los tuyos para recibir todo lo que tienes por delante.

A todos los demás, permaneced atentos pues allá va un claro ejemplo de mi teoría de los seres sonrientes

 

POR UN PUÑADO DE… ¡JUDíAS!

Hola, soy yo y ayer pedí comida china.

Hasta ahí todo normal, aunque el repartidor se perdió y tardó cerca de una hora, pero eso tampoco os resultará extraño -aunque en mi caso ocurre el 99,9% de las veces y no, no vivo en ninguna montaña remota-. Lo realmente inquietante fue ver llegar a dicho repartidor de rasgados rasgos sobre ruedas y pedaleando. Efectivamente, venía en bicicleta. Más tarde, atando cabos, llegué a la conclusión de que no existía restaurante ligado a tal comida china, sino que se trataba más bien de un negocio de dudosa legalidad sin local, ni camareros, ni nombre siquiera; apenas una cocina para elaborar las viandas y un teléfono donde realizar el pedido. Pero, previo a todo este razonamiento, lo primero que hizo mi mente ante tan curiosa visión fue retroceder varias horas en el tiempo y rememorar el momento en que, esa misma mañana, se me pusieron los ojos como platos al presenciar cómo un pobre hombrecito era ferozmente engullido por un contenedor de reciclaje de papel. A punto estuve de salir corriendo en su ayuda cual vigilante de la playa, pero entonces me percaté -las cosas rara vez son lo que parecen- de que en realidad había sido el hombrecito el que se había lanzado de cabeza a las fauces del contenedor para, minutos después, salir con las manos llenas de revistas y periódicos.

Y os estaréis preguntando qué diablos tiene que ver el chino en bicicleta con el rescatador de revistas. Mucho diría yo, pues ambos me mostraron una imagen aterradora, si bien también altamente esperanzadora. La situación actual -no pienso hablar de crisis y penurias más allá de este inciso-, está consiguiendo remover conciencias, más de las que lo harían en condiciones no críticas, y aunque dudo que el chino en cuestión repartiese comida a pedales por respeto a la Madre Tierra, es innegable que el resultado se muestra beneficioso para ambos. Sin entrar en que los que se aprietan el cinturón y no tienen más remedio que desarrollar su imaginación son otros muy distintos de los que nos han puesto donde estamos, yo me alegro de haber emprendido ciertos cambios en mi modo de vida.

De un tiempo a esta parte me he vuelto recicladora compulsiva, confieso. Y con reciclar no me refiero a tener tres bonitos cubos de basura en mi cocina, destinados a diferentes tipos de residuos según su color, sino a evitar, precisamente, la generación de dichos residuos. A la vista están las ingentes cantidades de plástico que usamos y desechamos de forma tan absurdamente inconsciente que da miedo, mucho miedo. La semana pasada, sin ir más lejos, compré una bolsa -opaca- de galletas que parecían de producción a pequeña escala y bastante ecológicas. Mi error fue no leer el envoltorio de cabo a rabo. Cuando abrí la bolsa y vi que las galletas, o mini-galletas mejor dicho, estaban envueltas, a su vez, de tres en tres, tuve que cerrar los ojos inmediatamente y contar despacito hasta veinte para evitar un shock psicogénico. Yo, que procuro comprar todo lo que puedo a granel para evitar verme rodeada de basura de dudosa biodegradabilidad y altos efectos contaminantes, guardé la bolsa de galletas en la despensa con la esperanza de que tarde o temprano sea otro el que se las coma -porque, para más inri, ni siquiera están buenas-.

Mi mayor descubrimiento en cuanto a reciclaje se refiere ha sido el de los botes de cristal. Últimamente lavo y reutilizo todo el que cae en mis manos, evitando así más plásticos, cómo el que solemos poner en una lata de maíz, por ejemplo, cuando usamos sólo la mitad y queremos conservar el resto en la nevera. Yo, ahora, vierto el restante en un botecito de cristal, lo cierro con su correspondiente tapa y ¡listo! Mejor conservado y mucho más ecológico.

Recuerdo cuando mi padre, en su inmensa sabiduría, comenzó a guardar en casa tarros de cristal vacíos y limpios, y yo pensaba «se ha vuelto majara, trabaja demasiado y no sabe qué hacer con su tiempo libre; eso o le ha entrado el síndrome de Diógenes y estamos todos perdidos…» ¡Ay papá! Perdónanos a nosotros por nuestra pueril ignorancia, y abrázanos ahora que comprendemos y compartimos tu ingenio y pericia en el arte de la vida sana.

Hace diez años nada de esto pasaba por mi cabeza, aunque nuestro planeta ya estuviera altamente contaminado. Hoy, sin embargo, cada vez veo más gente a mi alrededor que utiliza sus propias manos en la elaboración de productos y útiles de todo tipo para el consumo propio, desde jabones a prendas de ropa, bisutería, muebles y un sinfín de maravillas caseras. Eso sin contar los cada vez más numerosos huertos urbanos, macetohuertos y cooperativas de consumo que luchan por una alimentación más saludable y justa.

Verdurita, por -IVN-

Verdurita, por -IVN-

Nosotros, licenciados, doctores, másters en mil materias, ahora además somos hortelanos, artesanos, panaderos,  jardineros, restauradores y todo lo que nos propongamos, ¡que para eso tenemos la conciencia y la ilusión!

MÚSICA, QUE VIVES DENTRO DE MÍ

Cerrar los ojos y de forma inconsciente percibir como todos los sentidos se van anulando poco a poco; todos menos el oído, que amplifica su capacidad de recepción y se llena de notas y acordes, de melodías y versos, y con ellos la sangre parece circular con más fuerza, casi a borbotones.

¿No os pasa a veces que una canción penetra en lo más profundo de vuestro ser y os obliga a ignorar el resto del mundo? A mí, por fortuna, me ocurre constantemente. Y no porque repita la misma canción una y otra vez, cosa que a veces hago, lo reconozco, sino porque hay melodías hechas para seducir, pero, lo que es aún mejor, hay intérpretes que hipnotizan. Yo que soy de vocalistas –aunque lo mismo os sucederá a los amantes de otros instrumentos- me quedo más que embobada cuando una voz se clava en mis entrañas y me aprisiona tanto que casi me duele. Recientemente asistí a un concierto de la lusa Dulce Pontes, de cuya voz ya se enamoró Ennio Morricone en su momento, y no es para menos. Aquí os dejo dos  ejemplos, aunque nada que ver con un buen sonido en directo. Aún me pregunto de dónde saca esos sonidos, todos: los altos, los bajos, los medios y aquellos que parecen pura ciencia ficción:

Si me paso al plano más rockero, ese que me pierde –como ya sabéis-, podría enumerar cientos de ejemplos de temas que me ponen los pelos como escarpias, entre ellos cualquiera con la voz del gran e inigualable Freddy Mercury, pero esas seguramente ya las conocéis.

Ahora me acuerdo de éstas, como ejemplo de que no es sólo cuestión de ser el mejor, sino de disfrutarlo, sentirlo, y hacer que otros lo sientan también:

Y para que una canción sea redonda, completa, mágica de cabo a rabo, necesita una historia. Una letra con la que sentirse identificado, escuchar atentamente cada palabra y pensar que bien podrías haberla escrito tú mismo. Van fluyendo las líneas y mi memoria no para de recordarme canciones que me conmueven a cada escucha, cuyas historias ya son parte de mí, pero no pretendo hacer una lista pues sospecho que ya tendréis la vuestra propia. Hoy mi atención se ha posado en una en particular, de la cual surgió este puñado de párrafos dedicados a La Música, con mayúsculas, mi musa, la que me relaja y me excita, la que me lleva al pasado de mil maneras distintas, porque, para mí, la mejor de las cualidades de este arte, más allá de las sensaciones efímeras, es la de transportarme en el tiempo y hacerme revivir momentos pasados, lugares, olores y, sobre todo, personas.

Ésta, la de hoy,  va dedicada a esos maravillosos seres que tengo cerca y me acompañan en mi camino. Esos a los que con orgullo puedo llamar amigos, con los que comparto risas, llantos, viajes, juegos, aprendizajes, aventuras y todo tipo de vivencias; los que estáis cerca y los que estáis lejos, pero en cualquier caso siempre dispuestos a tender una mano y ofrecer vuestro hombro una y otra vez.

(Por cierto, Gandalf al bajo, ¡todo un descubrimiento!)