EL ROBOT Y LA FAMILIA DE CONEJITOS

Hola, soy yo, y os voy a contar la fábula del Robot y la Familia de Conejitos, muy popular allá de donde vengo.

Dice así:

Érase un Robot al que, por no pasar los rigurosos controles de calidad del sistema, abandonaron en un pila de escombros a las afueras de la gran ciudad. Sin embargo, y en contra de lo que cabría esperar, el Robot apenas hubo sido depositado en la cima del montón de basura cuando se levantó, guiado por una conciencia no del todo desconectada, y comenzó a caminar hacia donde los árboles ocultaban los efluvios de la modernidad.

Pronto se adentró en el frondoso bosque y sus artificiales sentidos se llenaron de insólitos aromas y sonidos. Aturdido y confuso ante esa nueva realidad sólo en teoría conocida, comenzó a hacer aquello para lo que había sido programado: desatornillar. Intentó desatornillar una flor, pero ésta se ropió en pedazos al primer contacto. Después probó con la rama de un pequeño arbusto, y sucedió algo similar. La sensación más turbadora llegó al introducir su robótica pezuña en el agua de un angosto arroyo, provocando un oleaje del que se hablaría durante generaciones y generaciones de truchas y truchos. Finalmente, ante su patente inutilidad en aquel bello entorno, el Robot se sentó sobre un espeso matorral del que salió escopetado Papá Conejo.

– ¡Eh! ¡Que me aplastas el Bungalow! – exclamó el pardo mamífero.

– ¿Cómo? – preguntó incrédulo el Robot, cuyos programados conocimientos de naturaleza no decían nada de Bungalows como hogar de estos animalitos.

– Bastante tengo con los gritos de la parienta como para que venga un bicho gris a enturbiar la paz de mi retiro con sus metálicas posaderas. ¡Uno ya no puede estar tranquilo en ningún sitio! Ahora querrás que me vaya dando saltitos, ¿verdad? Pues mira tú por donde, ¡no me da la gana! Así que lárgate y déjame en paz.

El Robot, que no había tenido siquiera oportunidad de disculparse, se puso de pie y a modo de despedida añadió:

– Quizá debería usted hablar un poco menos y escuchar un poco más.

– ¡Yo soy así! -vociferó Papá Conejo- y si no te gusta, no vuelvas por aquí.

Tan irritado estaba con el fugaz y desagradable encuentro que no se percató a los pocos pasos que un rabito blanco había quedado atrapado bajo su bota.

– ¡Ay, ay, ay! ¡Mi colita! – Sollozó el Pequeño Conejito-.

– Perdón -Dijo el Robot, alzando el pie y liberando así su presa.- Estaba enfadado con un conejo maleducado y no ví por donde andaba.

– ¿Un  conejo marrón que no para de quejarse? Sería mi padre, no hay quien le aguante.

– Ese mismo -contesto el Robot- ¿por qué no hablas con él? Seguro que puedes hacerle entrar en razón y conseguir que mejore su carácter.

– No merece la pena, es un bala perdida, no hace caso a nadie.

– Pero, si te importa, ¿por qué no lo intentas?

– Ya le digo que no merece la pena -insistió el Pequeño Conejito-, él es así y no va a mejorar. No voy a perder más el tiempo, los conejos no cambian.

Sorprendido, y decepcionado de nuevo, el Robot se despidió con un:

– Entendido, me voy, pero quizá deberías ser menos egoísta y perezoso. No hay nada imposible.

«Usted no nos conoce, nosotros somos así», escuchó mientras se alejaba. Cada vez entendía menos a esos orejones peludos y su terquedad. Siguió caminando hasta llegar a una pequeña laguna donde vio a Mamá Coneja asomada, acicalando su morrito y contemplando su propio reflejo en las cristalinas aguas. Al oír los sonoros pasos del Robot, alzó la cabeza y con un leve gesto a modo de saludo le dijo:

– Buenos días, ¿ha visto usted un conejo pardo y un pequeño de blanca cola? Estoy esperando que vengan a buscarme, pero se están retrasando.

– Sí, -contestó el autómata- los he visto, pero no venían de camino. ¿Por qué no va usted a buscarlos? Puedo decirle donde están.

– Porque yo estoy muy ocupada. Aún tengo que peinarme, pintarme las uñas, depilarme el bigote, ponerme las pestañas postizas y pintarme los labios.

El Robot, medio alucinado, se fijó en la cara de Mamá Coneja, que sin todos esos arreglos ya parecía más un cuadro de Miró que una conejita campestre y no pudo más que afirmar:

Pero tú no eres así.

Y siguió su camino, lejos de la terrible Familia de Conejitos, en busca de una nueva función que le mantuviese ocupado en un bosque en el que sus desatornilladoras manos de nada servían. Él ya no podía permitirse seguir siendo «así».

Moraleja: No hay más ciego que el que no quiere ver, ni más cojo que el que no se levanta de la silla. Y las excusas, excusas son.